El anuncio sobre la implementación de drones de vigilancia con tecnología de reconocimiento facial ha generado una interesante discusión entorno al balance entre el combate a la delincuencia y el respeto a la vida privada.
Un aspecto menos explorado -pero igual de importante- de este debate, versa sobre la forma en que los sistemas de vigilancia masiva e indiscriminada pueden afectar el desarrollo de las personas más allá de su privacidad.
Una de las particularidades del derecho a la intimidad es que esta funciona como condición necesaria para el ejercicio de otros derechos. Sin privacidad no existe libertad de expresión, asociación, petición u organización. Incluso la libertad de conciencia depende de la existencia de un espacio personal libre de la injerencia de terceros. En otras palabras, la capacidad de autodeterminación va de la mano con la existencia de un espacio de exclusión de terceros; en su ausencia la sociedad deviene en un espacio de absoluto control y colectivización.
La privacidad también se caracteriza por las formas en que se vulnera, ya que no sólo ocurre cuando efectivamente somos grabados, observados o vigilados en nuestra intimidad; sino también cuando comenzamos a evitar ciertos comportamientos, cambiamos nuestra rutina o nos abstenemos de ciertas acciones por miedo a ser vigilados: aquí también se está vulnerando nuestra autonomía.
Entonces, corresponde que como sociedad reflexionemos sobre los efectos que la vigilancia puede tener en la población ¿Quién nos asegura que este sistema no se utilizará para perfilar e identificar a dirigentes sociales? Nadie duda de las buenas intenciones del actual gobierno, pero ¿y si en las próximas elecciones asume el cargo alguna versión criolla de Vladimir Putin o Nicolás Maduro? Si -por distintas razones- ciertos individuos dejan de participar en manifestaciones legítimas por miedo a ingresar a alguna base de datos del gobierno o algún otro tipo de represalia, entonces nuestra democracia se habrá debilitado enormemente.
Por último, vale la pena recordar que, más allá de los aspectos jurídicos, la regulación de la vigilancia siempre responde a la pregunta sobre cuánto poder estamos dispuestos a entregarle a las autoridades políticas a cambio de una efímera promesa de seguridad.